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EPN: dilema

Por: Jaime Sánchez Susarrey

No hay fecha que no se llegue, ni plazo que no se cumpla. Cerrado el ciclo de las reformas, en un tiempo mayor al previsto, se ha iniciado la competencia por la elección intermedia.

A Peña Nieto ya lo alcanzó el futuro. Faltan apenas 10 meses para el 7 de junio de 2015. Y, en todas las encuestas, el presidente de la República obtiene un pobre resultado, sólo comparable a lo que le ocurrió a Ernesto Zedillo, después de la crisis del 94-95.

La última de estas encuestas es de Pew Research Center, publicada el 26 de agosto, en la que la aprobación de Peña Nieto cae 6 puntos, al pasar del 57 por ciento en 2013 a 51 por ciento en 2014, al mismo tiempo que la desaprobación se incrementa en 9 puntos (de 38 a 47).

Vale precisar que la inconformidad mayor se refiere a la gestión de la economía. El 60 por ciento reprueba al Presidente contra un 37 por ciento que considera que las cosas están bien, lo que significa que en un año la tasa de descontento aumentó en un 14 por ciento.

En el interior del gobierno circula una versión, que Peña Nieto parece haber hecho suya, afirmando que se decidió utilizar el capital político del Presidente para impulsar la agenda de las reformas.

De forma tal que el descenso de la popularidad sería el costo natural de una decisión responsable. No hay, pues, que lamentarse. Nada en la vida, ni en la política, es gratis. El sacrificio bien valió la pena.

El problema está en que esta versión, o hipótesis, no resiste el análisis histórico ni el de los hechos recientes.

Comienzo por el segundo. La popularidad de Peña Nieto no se incrementó por la aprobación de las reformas, pero tampoco cayó como consecuencia de las mismas. Así que la causa del descenso debe ser ubicada en otra parte.

La encuesta del Pew Research muestra claramente dónde localizarla. La inconformidad mayor de la población se refiere a la economía. Al tomar posesión, el gobierno anunció altas tasas de crecimiento que no sólo no se han registrado, sino que han caído por debajo de la pasada administración.

Así que no hay que hacerse bolas. La baja en la popularidad se explica por la mala gestión económica. Y la mala gestión económica no es efecto de las reformas en general, sino de una en particular: la mal llamada reforma fiscal.

La experiencia histórica, por lo demás, es concluyente -y no sólo en México. Bill Clinton lo entendió perfectamente en 1992, cuando centró la campaña por la Presidencia en la economía y derrotó a Bush, que después de la victoria de La Tormenta del Desierto parecía invencible.

Ernesto Zedillo ha sido el presidente con la popularidad más baja, como consecuencia de la crisis económica, e hiló una serie de derrotas: la Cámara de Diputados, la Ciudad de México y, por supuesto, la Presidencia de la República.

En el extremo opuesto, Salinas de Gortari tomó el poder en medio de una crisis política y de legitimidad sin precedentes. Pero, tres años después, encabezó la recuperación del PRI con una votación superior al 60 por ciento.

El "secreto" de la popularidad de Salinas nunca estuvo en la agenda de las reformas, sino en los logros económicos. Menciono tres: la renegociación de la deuda externa, el control de la inflación y la reducción del déficit fiscal.

Dicho de otro modo, si la agenda reformista de Salinas hubiera sido sometida a un plebiscito, como el que se pretende hacer con la energética, hubiera perdido en las más importantes: el TLC, la privatización de empresas y la reforma del ejido (27 Constitucional).

No hay en ello nada raro. Toda agenda de reformas, sobre todo si es profunda, enfrenta una serie de intereses creados, pero también de prejuicios. Por eso la valoración positiva de los cambios supone el paso del tiempo y la obtención de resultados, como ocurrió con el TLC que hoy nadie objeta.

El problema de Peña, insisto, no es la agenda reformista, sino el pésimo desempeño de la economía. Y en esa materia la responsabilidad del gobierno es de primer orden por los efectos tóxicos de la reforma fiscal.

Mientras el Presidente no lo reconozca, seguirá tropezándose con la misma piedra. Su dilema es muy claro: o corrige sus yerros, es decir, enmienda lo fiscal, o se aferra a la versión que le han vendido y en aras de mantener alta la recaudación se desentiende de la realidad.

Peña Nieto quiere pasar a la historia como el presidente de las reformas; pero, si se empecina, corre el riesgo de enfilarse al despeñadero y ser recordado como aquel que le entregó el poder a la contrarreforma, es decir, a López Obrador.